Un ictus, también conocido como embolia, es un infarto cerebral o enfermedad cerebrovascular. Suele producirse cuando el paciente presenta una rotura u obstrucción en un vaso sanguíneo, reduciendo la cantidad de flujo sanguíneo que es capaz de llegar hasta el cerebro, y por ello, las células nerviosas no reciben todo el oxígeno que precisan, provocando que estas dejen de funcionar. Existen diferentes tipos de embolias, y por tanto, la recuperación del ictus cerebral dependerá del grado de peligrosidad que este presente.
Existen dos grandes grupos en los que podemos clasificar este tipo de infartos, dentro de los cuales podemos encontrar variantes:
- Hemorrágico: se produce ante la rotura de uno o varios vasos sanguíneos, sin permitir que la sangre llegue al cerebro y provocando la asfixia como consecuencia del daño. Su peligrosidad reside en la presión provocada por la acumulación de sangre dentro del cráneo. Se debe tener en cuenta que no sólo puede producirse en el cráneo, sino en cualquier ventrículo cerebral. Dentro de esta clasificación, podemos subdividirlos en dos tipos: ictus por traumatismo craneoencefálico y ictus por aneurisma.
- Isquémico o infarto cerebral: se produce cuando cualquiera de las arterias que residen en el cerebro se ve obstruida, y como consecuencia provoca una interrupción del flujo de sangre de una parte del cerebro, lo que genera que al tejido cerebral le falten el oxígeno y los nutrientes necesarios para que este pueda sobrevivir. Dentro de ellos, también puede haber variantes: ictus por embolia cerebral, ictus por trombosis cerebral o aterotrombótico, ictus lacunar o de pequeño vaso, accidente isquémico transitorio e ictus hemodinámico.
Pese a que al haber leído este post tengas algunos conocimientos más sobre el tema, es importante que un especialista realice una evaluación del daño cerebral que presenta el paciente para tomar una medida determinada.